CUENTO LARGO





Papá 

Que linda la ventisca del campo, y que rico el olor a los capullos de petunia recién florecidos de verano. Esta paz la transito solo cuando estoy acá, y disfruto de sentarme en la hamaca del porche mientras miro el horizonte. Los caballos se ven como puntos desde donde estoy, pasando a ser un elemento más del paisaje. Escucho a las vacas mugir y a las gallinas cacarear, y eso no me molesta. Son parte de la escena, la cual me abraza con su sinfín de encantos. Por primera vez, mi cabeza me deja tranquila. Pero todo se arruina cuando llegan ellos. 

Una pena que no pueda estar sola, ya que siempre la casa de verano se llena de gente. Mis primos chiquitos corren por el prado sin ser supervisados por mis tíos, ya que se ocupan más en discutir y emborracharse entre ellos. Detesto estar al lado de ellos, porque me siento sapo de otro pozo. El ruido se me hace insoportable, provocando un odio interior que explota en mi alma. Papá me entiende.

Decido adentrarme a la casa, pasando por al lado de las mucamas del campo que me miran con sus ojos apenados, empatizando y envidiándome al pasar. No las saludo, y no me importa quedar mal. Solo me dirijo a la biblioteca del fondo de la casa. Está vacía porque nadie va nunca. No desde que papá desapareció, no desde que los recuerdos de su pasión quedaron pegados en las paredes. Fui. No sé por qué. Mentira, sí sé. Fui porque necesitaba acordarme de lo que éramos. De lo que supimos ser. De lo que pudimos ser. Agarre ese cuaderno de tapa dura, que se encontraba debajo del escritorio. Aquel que el polvo tapaba con su suciedad. Sople y pase mi mano por su entrada, sintiéndome sucia y limpiandome en mi pantalón.

Di vuelta la primera hoja y mi corazón se detuvo. Nos vi. Papá y yo abrazados, sonrientes, delante de la pared transparente que dividía el acuario de la gente. Mientras que Gastón se aferraba a la cadera de mamá. Nos vi felices, emocionados y contentos. Temaiken, 2006.

Seguí dando vueltas las páginas, Papá y yo en la pileta, papá y yo en mi cumpleaños, papá y yo en la montaña rusa de Disney. Papá y yo. Papá y yo. Papá y yo. Una lágrima cayó sobre mi mejilla, seguido del llanto descontrolado, que no pude evitar. Empapando el cuaderno de fotos que reposaba sobre mi regazo, llore un rato más.

Cuando guarde el cuaderno, busque aquel libro que papá solía leer durante su estadía en el campo. "El Psicoanalista" de John Katzenbach. Se la pasaba haciendo anotaciones sobre los marcos, y detestaba que le preste más atención al libro que a mi. Cuando lo abrí, me tope con una especie de sobre, "Camila".

—¿Qué haces acá Agustina?— Mamá entró de repente a la escena, arrebatando el libro de mis manos. Me tomó tan de sorpresa que no tengo ni tiempo de contestarle, ya que solo me ocupo de tragar las lágrimas para que no me vea llorar. 

—Te dije mil veces que no vengas acá. Haces que la gente se preocupe por vos. Y ya tenemos suficientes problemas, ¿No te parece? En diez minutos, vamos a empezar con los preparativos así que te espero en la cocina.— Sigue hablando mientras se ocupa de guardar el libro como si fuese una droga que hay que esconder, mientras limpia el escritorio para dejarlo intacto como aquella vez. — Blanquita y Chacha ya se fueron para sus casas, pero nos dejaron todo listo para hornear. Así que solo hay que cortar un par de verduritas, y hacer los postres porque viste que Blanquita no tiene buena mano para la repostería. Dios qué sucio está este lugar, ¿acaso Chacha no pasa por aca?" 

—¿Quién es Camila?— Le preguntó sin pelos en la lengua, aunque con un poco de miedo. 

Mi mama me mira con sorpresa, que camufla demasiado bien con su botox, y decide no darle importancia a mi pregunta. Me contesta que no sabe, pero que no le de bola porque el libro era un libro usado. Y continúa ordenando el escritorio de manera frenética.

Me voy, caminando rápido pero no tanto como para que lo note y la dejó hablando sola. La casa retumba con los ruidos de la familia, pero todo se vuelve un murmullo lejano mientras mis pensamientos se agitan como un vendaval. Me encierro en mi habitación, lejos del bullicio, con la única compañía del viento que sacude las persianas. Tengo un sentimiento agridulce, que no puedo calificar. Haciendo que el amor y el sufrimiento se mezclen en mi panza como dos sustancias incompatibles. Estoy cansada de sentirme así.

De repente, hay silencio. Pero este silencio es diferente, es opresivo. Me dejo caer en la cama, abrazando la almohada como si pudiera protegerme de los fantasmas que habitan en esta casa. Cerrando los ojos, intentó evocar mis pensamientos más felices, pero todo se nubla con la sombra de papá.

El aire se vuelve pesado, como si el pasado estuviera tratando de aplastarme, y con las pocas fuerzas que tengo, me empujo para pararme de la cama. Hoy es navidad, y en mi casa siempre cumplimos el mismo ritual. Comemos a la noche un rico asado, mientras alentamos a los más chicos por la llegada de Papá Noel. Ellos felices e ingenuos, conspiran entre ellos para ver cómo pueden hacer para interceptar al viejo hombre para poder tener la delicadeza de hablar con él. A la medianoche, se abren los regalos y cada uno con sus millones de regalos, se quejan por aquello que el viejo no les trajo.

Estoy cansada, y en lo único que puedo pensar es en la vida que llevo. 

Me dirijo a la cocina, para ayudar con los preparativos junto a las demás mujeres solo para oír los murmullos entre ellas. Cuando entro, se callan al instante. Mi abuela me mira mientras lava los platos, y me hace lugar para que comience a cortar las verduras. Nadie habla, incomodándome aún más. Con un esfuerzo, comienzo a hacerlo mientras siento sus ojos en mi espalda. 

Termino de hacer mi tarea, y le digo a mi mamá que me voy a acostar un rato porque estoy cansada. No espero su respuesta, y vuelvo a mi habitación sin antes escuchar susurros entre mi abuela y mi madre que parecen discutir animadamente. No tengo energías siquiera para intentar escuchar, solo me vuelvo a mi habitación esperando que nadie me moleste nunca más.

Luego de una poderosa siesta, la noche llega y con ella, el entusiasmo de todos los niños por la cercanía del viejo del traje colorado. Quiero volver a la cama y no despertar. Luego de terminar de comer, salgo del comedor y camino hasta la cocina para alejarme del caos. Inesperadamente, me encuentro con mi madre que parece discutir por teléfono. 

Sin percatarse de mi existencia, tira un documento sobre la mesada que parecía ser un resumen de una cuenta bancaria. Me parece extraño. Acá nunca llegan los recibos de nada, y mucho menos un resumen de algo así. Disimuladamente, logró observar el documento y lo analizo sin que se de cuenta. El domicilio que figura no es el nuestro, ni el del campo. Pero hay algo con los números del documento del titular que me resultan familiares, y no llegó a conectarlos hasta que leo el nombre del destinatario.

Se me eriza la piel con solo terminar de leer, justo antes de que mi madre se percate de que estoy a su lado. Ella enseguida quita el documento de la mesada, y se lo guarda en el bolsillo trasero de su pantalón. Su cara de asombro me da a entender que acabo de ver algo que no debería haber visto. Y corro hacia la biblioteca enseguida.

Ella me sigue desde atrás, corriendo y llamándome por mi nombre. Yo acelero el paso, y corro hasta la habitación de los libros con un mero objetivo. Cuando llegó, cierro la puerta detrás mío y logró poner un banco para que nadie la abra. Busco como adicta a esa droga que mi madre había escondido, pero no lo encuentro por ningún lado. Comienzo a abrir cajones, dejándolos de par en par. Tiro los libros ordenados mientras lloro descontroladamente. No lo puedo creer. ¿Dónde carajo está? De repente, lo veo.

Enseguida lo abro, pasando página por página sin importar si se rompen. Solo me ocupo a llegar a la mitad del libro y me encuentro nuevamente con ese sobre, Camila. Abro el sobre y un sinfín de hojas se deslizan sobre mi mano. Agarro una hoja en donde la dirección también coincide con el documento que vi en la cocina. Mis manos tiemblan mientras leo las transacciones: alquiler, colegio, supermercado, conciertos, juguetes, pañales, restaurantes y demás cosas, todas las transacciones ubicadas en Córdoba. Dentro del sobre, una foto pequeña se asoma en el interior. Mis manos tiemblan, y sacó la foto de mi padre sonriente, con una bebe en brazos y una joven rubia a su lado. Ambos sonríen sin preocupación, haciendo que se sienta como una puñalada a mi corazón, que termina de matarme en sangre fría. 

Mamá logra abrir la puerta, luego de empujarla con todas sus fuerzas. Ella entra, y su rostro es una mezcla de preocupación y resignación. Nos miramos en silencio, sabiendo que ya no hay vuelta atrás.

—Agustina, por favor, dame esos papeles —dice mamá con voz quebrada.

Nunca la escuche hablar así, nunca se permite mostrarse vulnerable. Yo no logro emitir sonido, tengo un candado en la garganta que no puedo abrir. 

Mamá se sienta en el borde del escritorio y suspira profundamente, dejándose caer en él. Mientras sus lágrimas comienzan a caer sobre sus mejillas.

—No quería que sufrieras, no quería que cargaras con este dolor —comienza—. Cuando tu papá empezó a alejarse, pensé que era el trabajo, el estrés. Pero luego las excusas se hicieron más frecuentes, y las mentiras más evidentes. Una noche, encontré una carta, como la que tenés en tus manos. Era de ella para él. Decidí confrontarlo, pero vos conoces a tu papá. Siempre con sus palabras justas e influenciables encontrando la manera perfecta de evadir mis preguntas. Cuando finalmente se fue, no tuve fuerzas para explicarte a vos y a Gastón la verdad. Pensé que era mejor decir que había desaparecido, que la policía estaba involucrada. La verdad era demasiado dolorosa, demasiado cruel.

Mamá se detiene, sus ojos llenos de lágrimas con su voz apenas un susurro.

—Sé que les fallé, gorda. Sé que debería haberte contado la verdad desde el principio. Pero tenía miedo. Miedo a destruir lo poco que quedaba de esta familia. Pensé que si mantenía la mentira, podría protegerlos a vos y a Gastón. Pero ahora veo que sólo les hice más daño.— Ella solo lloraba, y parecía haber abierto un grifo que no tenía forma de cerrarse.

—¡Feliz navidad!— se escucharon los gritos desde afuera, y esa felicidad no podía estar más ajena a mi realidad.

El silencio se hace pesado, solo roto por sus sollozos. La verdad ha salido a la luz, y con ella, la dolorosa realidad de un amor dividido. Mamá y yo no nos abrazamos, solo la miro mientras llora. No logro empatizar con ella pero no me interesa, porque ya nada más importa. Porque no voy a estar mañana. Porque ya hice definitiva mi decisión. 

Salgo de la habitación, segura de lo que estoy por hacer sin antes despedirme con un beso al cuadro de mi papá.

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